Por Félix Sención.-En el Clásico de Otoño de 2024, los Dodgers de Los Ángeles y los Yankees de Nueva York se enfrentaron en una serie que desde el principio tuvo el aire de leyenda. Era una revancha entre dos colosos, dos franquicias con una historia imponente, un orgullo feroz y la promesa de no ceder ni una pulgada en el diamante. Pero mientras los Dodgers jugaban con la determinación de conquistar su lugar en la historia, los Yankees parecían perdidos en su propio peso, atrapados en el espejismo de ser los Yankees, olvidando que la historia no gana campeonatos; los jugadores sí.
Un equipo que supo remontar
Los Dodgers comenzaron esta serie con un hambre voraz. En cada entrada, en cada turno al bate, se respiraba el deseo de ganar. Incluso cuando se vieron abajo, con Nueva York pegando jonrones en el Dodger Stadium, nunca dejaron que el marcador dictara su esfuerzo. Los de azul supieron adaptarse, pelear y, sobre todo, aprovechar los momentos claves. Fue un equipo que construyó la victoria con cada bateo y con cada lanzamiento. Freddie Freeman, Teoscar Hernández, Mookie Betts y Jack Flaherty fueron más que nombres en una alineación; fueron los arquitectos de una victoria que definió la Serie Mundial.
Y es que mientras los Dodgers construían un puente hacia el título, ladrillo a ladrillo, los Yankees parecían simplemente esperar que el camino se construyera solo. Ese fue su error. Con cada batazo que parecía gritar “¡aquí estamos!”, en realidad solo mostraban su desesperación por un regreso que nunca llegó.
El peso de la historia, una carga demasiado pesada
En el Bronx, la historia es una presencia omnipresente. La afición espera nada menos que la grandeza, pero esa grandeza es también una sombra que a veces resulta difícil de sacudir. Este equipo de Yankees se enfrentó a una dinastía propia que parecía estar en el campo junto a ellos, como si los fantasmas de Ruth, Gehrig y Mantle estuvieran ahí, observando y exigiendo. Sin embargo, este no fue el equipo de 1960, y definitivamente no fue el equipo de 1998. El roster de 2024 parecía más preocupado por la presión que por el juego en sí.
Aaron Judge, Giancarlo Stanton y Jazz Chisholm Jr. tuvieron destellos, sí, pero fueron momentos aislados que nunca lograron encender la chispa necesaria para cambiar la narrativa de esta Serie Mundial. Mientras los Dodgers respondían golpe por golpe, los Yankees parecían agotarse con cada inning, como un gigante cansado de su propio peso.
El hambre de los Dodgers y el anhelo de gloria
Si algo quedó claro, fue que la diferencia entre ambos equipos radicó en el hambre. Los Dodgers jugaron para ganar; los Yankees jugaron para evitar perder. En una Serie Mundial, esa diferencia de mentalidad es tan importante como cualquier destreza física. Los Yankees tenían el talento, sí, pero no la convicción. Los Dodgers, en cambio, salieron al campo como un equipo que no sólo quería la victoria, sino que estaba dispuesto a pelear cada lanzamiento, cada jugada, para ganarla.
Al final, lo que realmente ganó esta serie no fue la historia de cada equipo, ni el glamour de cada franquicia. Fue el juego mismo, el béisbol puro y duro, en el que sólo uno puede levantar el trofeo. Y mientras los Dodgers celebraban en el montículo, con la ciudad de Los Ángeles enloquecida de orgullo, los Yankees regresaban a casa, con la historia mirándolos, preguntándose cuándo volverán a jugar como campeones.
¿Qué les depara el futuro?
Para los Yankees, la reflexión debe ser profunda. La próxima temporada les exige más que promesas y más que nombres en una pizarra. Deben recuperar ese hambre que, en un equipo como el de 2024, parecía haberse desvanecido. Porque, al final del día, el béisbol no es sólo ganar; es querer ganar con cada fibra de tu ser.
Para los Dodgers, el triunfo no es sólo un título, sino la consolidación de una mentalidad ganadora, de un equipo que sabe lo que es estar abajo y, aún así, nunca dejar de luchar. Han demostrado que en el béisbol, como en la vida, se trata de quién se levanta después de cada caída. Hoy, el béisbol les pertenece a ellos.